En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo las noches peraleas eran… no sé cómo expresarlo; quizás ¿más puras? Sí, puede que así esté acertado.
Lo digo porque el alumbrado en general, y el público especialmente, era menos intenso y menos potente que el actual. Además, había muchos menos puntos de luz tanto en las calles como en el interior de las casas, incluso algunas de las más humildes sólo tenían una bombilla con un cable largo que servía para llevarla al interior de la vivienda.
En los años cincuenta las bombillas del alumbrado público las encendía directamente Hidroeléctrica de la Vera, la compañía suministradora, así como las de algunas casas que no tenían contador y pagaban un fijo por la única bombilla; cuando querían apagarla aflojaban la bombilla en el casquillo. Bueno el alumbrado público tenía además una merma y no pequeña en las luces de las afueras pues como éramos "de la piel del diablo", según expresión de los mayores, solíamos hacer puntería con el tirador cuando no nos veía nadie.
Como consecuencia de todo ello la contaminación lumínica de nuestro pueblo en aquel entonces era nula, tanto es así que esa expresión nos era totalmente desconocida a mayores y pequeños; por ello las noches despejadas de luna nueva especialmente, se podía contemplar el firmamento mucho mejor que ahora sobre todo en las noches de verano sentados a la puerta de casa, o en el corral aquellos que lo tenían en casa.
En ambos sitios era frecuente que se reuniese una buena corrombla, o sea, varias personas familiares y vecinos para pasar el rato hablando antes de irse a la cama comentando las incidencias del día o los últimos chismes del pueblo porque no teníamos televisión. También era frecuente mirar las estrellas fugaces o aprender de los mayores donde estaban "Las tres marías", "El carro", … y las diversas estrellas que se pudiesen ver desde donde estábamos y que conociese el experto de turno.
Pero las noches inolvidables, espectaculares más bien, eran las noches de verano en las que había luna nueva y que dormíamos en la era al raso.
La excusa era que así vigilábamos que nadie nos quitase parte de la cosecha, que no digo yo que no se hubiesen dado casos en tiempos pasados cuando las épocas de penuria y escasez, pero que en los años que yo recuerdo no supe de ningún caso. El motivo real de irnos a dormir al raso, al sereno, era para librarnos del calor que hacía en las casas; tanto era así que cuando te levantabas temprano, al pasar por la mayoría de las calles era frecuentísimo ver las puertas de muchas casas abiertas de par en par, "espampanás", la gente durmiendo sobre el colchón puesto en el suelo y la almohada en el mismo umbral. Así se aprovechaba mejor el poco aire fresco que pudiese entrar en casa pues como el aire frío pesa más que el caliente en el suelo se encontraba más alivio. Un buen ejemplo de la sabiduría popular.
La cama, al sereno, era de lo más simple: una manta perillana, de las de tiras, tendida sobre la "palva" (la parva) o sobre unos haces desatados que se colocaban uniformemente, luego con otra manta nos tapábamos para resguardarnos del relente de la noche. Las mantas era mejor que fuesen perillanas porque a las de paño o de lana se le adherían fácilmente los "aragüelles" y las pajas. Cuando ya no se segaba a mano sino a máquina, la cama se hacía con las gavillas que eran más pequeñas que los haces, por lo que había que emplear más.
Una vez hecha la cama nos tendíamos boca arriba a disfrutar del espectáculo que nos ofrecía el cielo en toda su amplitud. Era entonces cuando la ausencia de contaminación lumínica permitía apreciar el firmamento en toda su magnitud.
Generalmente lo primero que llamaba nuestra atención era el Camino de Santiago debido a su gran tamaño y su claridad en medio de la noche, luego solíamos fijar nuestra atención en El Carro, la Osa Mayor, y en aquellas constelaciones que conocíamos o creíamos conocer, que tampoco eran muchas.
Invariablemente solíamos elucubrar, entonces no se había llegado a la luna, si existirían los selenitas y los marcianos, si nos llegarían a invadir como leíamos en algunos tebeos y novelas, si… de pronto nuestra conversación se interrumpía bruscamente por la aparición de una brillante estrella fugaz.
Y así transcurría el rato, tirando de la manta porque el fresco del relente aumentaba, que tampoco era muy largo (el rato) porque los trabajos del día nos tenían el cuerpo rendido y pronto roncábamos a pierna suelta hasta que el frío o la claridad de la mañana nos despertaban; a veces cuando Las Cabrillas ya se habían ocultado.
Más o menos a media noche solía aparecer en el cielo una luz roja que viniendo del este avanzaba parpadeando hacia el oeste. Cuando de niño me la hicieron notar la primera vez y pregunté qué era aquello, alguien, posiblemente para tomarme el pelo, me contestó todo serio: "Es el avión de Lisboa". Yo debido a mis pocos años me lo creí y aunque con el paso de los años han ido aumentando los aviones que pasan por la noche y que ya sé que a esas horas prácticamente todos van con destino a América, cuando por la noche veo pasar un avión, sea la hora que sea, siempre pienso o digo en voz alta: "El avión de Lisboa".
Y es que lo que pronto se aprende tarde se olvida.
Escrito por Ángel Martín Camacho